martes, 3 de enero de 2012

Crónicas sobre papel mojado

Debo reconocerlo, soy ferviente partidaria de la conservación de los documentos en formato papel. A mis 22 años y nacida en la generación de los cibernautas, para los que una máquina de escribir se ha catalogado desde la más temprana infancia como pieza de museo, admito que soy fan de cuanto material impreso se cruza por mi camino.

Y es que no hay nada tan agradable al tacto como las hojas de un libro nuevo, de una revista recién comprada en el kiosko de la calle, de un cuaderno en blanco para escribir bobadas, adornar con muñequitos cursis, o simplemente cargar a todos lados (porque nunca se sabe cuando necesite uno un lugar para apuntar).

Me parece soso hasta el punto del delirio, el tener que visualizar en una web la última edición de la revista de moda; sobretodo por lo que implica hacerlo: descargar complementos de adobe flash, adobe player, adobe reader y un par más de adobes, que le consumen a uno por lo menos treinta minutos, y eso contando con velocidad de internet óptima. Después de descargar muchos adobes, reiniciar 3 veces el navegador y refrescar 10 veces la misma página, por fin se visualiza la portada de la susodicha revista. Se sucede entonces una cruda y muy mala imitación de cambio de páginas, dando click en la esquinita inferior (algunas web tienen hasta el buen tino de incorporarle el sonido del papel moviéndose, para hacer más real la sensación de pasar la hoja), y entonces hay que esperar pacientemente el cargue de las imágenes, luego el del texto y finalmente el de alguna pauta publicitaria, que aprovechando las maravillas de la internet lo sigue a uno para donde baje la pantalla, o peor aún se adhiere al puntero del mouse, dificultando la lectura o demorando aún más, el cargue de otros componentes. Total el tiempo de lectura de la susodicha revista, que en formato impreso y filtrando artículos sin interés y publicidad de relojes en dos páginas, leía uno en poco menos de una hora, toma gracias a la magia de internet casi toda una mañana (no pregunten después por qué el jefe cree que usted es improductivo).

Pasando a los libros, he tenido la oportunidad de leerlos en todos sus formatos y puedo decir, que aparte de la sensación de cansancio visual que produce cualquier archivo digital después de una hora de lectura, el mero hecho de realizar búsquedas por internet y descargarlos gratis, produce una sensación tan arcana, que preferiría no volver a mirar a la cara a mis conocidos en la dirección nacional de derechos de autor. Y gracias a la tecnología que puede combinarse hasta con leyes, ahora debo enfrentarme al Kindle; un dispositivo tan a la vanguardia de todo, que además de prometer una sensación de lectura como si casi-casi fuera papel, se asegura también de rastrear las fuentes de descarga de los documentos y borrarlos en el acto, en caso de proceder de sitios ilegales, cuando el ingenuo usuario conecte el dispositivo a su computador y éste a su vez se encuentre conectado a internet. Yo personalmente, me siento mejor pagando por los derechos de autor en la librería y disfrutando del valor en físico del libro, que al menos de puede medir en el número de hojas y en la portada bonita que le diagraman, y no pagando la misma suma por un documento en digital. Y la vida no lo quiera y el kindle termine en las manos de uno de esos codiciosos chiquillos que ven en cualquier dipositivo con botón de encendido una semana fija de viajes a otras dimensiones y ahí se irá mi colección completa de buenos libros. Quiero ver al mismo prototipo de muchachito tratando de asaltar mi biblioteca, por la que no le darán un peso (porque está más que claro que la cultura y la inteligencia no valen un céntimo por estos días) y además tendría que llevársela soportada sobre diez carretillas de construcción, lo que elimina toda idea planificada de hurto.

Pero si de practicidad queremos hablar, me remitiré a un suceso entre cómico e incómodo que me sucedió hace un par de días, cuando fui a quedarme a la casa de un amigo cercano. El apartamento en cuestión, ubicado en un séptimo piso, llevaba cuatro días de total soledad, por cortesía de las fiestas de fin de año. Nuestra llegada fue normal hasta que un sonido poco característico motivó el encedido rápido del interruptor de la luz y tamaña fue la sorpresa al encontrar todo el apartamento cubierto por 1 cm de agua. El descuido y la emoción por la llegada del año nuevo, hicieron que los últimos en abandonarlo dejaran abiertas las llaves de las mangueras de la lavadora y la presión hizo estallar una, a la que no debieron bastarle más de 40 minutos para inundar todo el piso. Por solidaridad de huésped invitado, empecé a ayudar en el proceso de secado. Mi amigo muy tradicional él, pensaba gastarse toda la noche con el trapero, limpiando y recogiendo el agua. Yo, que además de ser práctica, odio los síntomas del túnel carpiano, procedí a echar mano de sus directorios telefónicos y empapelar el piso ya un poco libre de agua. El resultado: siete horas de buen sueño y el papel de los directorios, haciendo el trabajo por nosotros.

Sinceramente espero no ver otro encharcamiento similar dentro de 20 años, porque lo más seguro es que deba pasar la noche entera pasando trapero y el día siguiente con dolor en los antebrazos: los cds, los dvds, los kindle y los ipad no podrán hacer ese trabajo por mí.